TESTIMONIO EN
EL PRIMER ENCUENTRO INTERNACIONAL DE SACERDOTES
(Fatima 17-21 junio 1996)
(Fatima 17-21 junio 1996)
María, queridos
hermanos sacerdotes, se convierte en "el espejo" de nuestra misión sacerdotal,
modelo de cómo vivir nuestra vida sacerdotal, aún en los momentos de
dificultad, también cuando la sombra de la cruz, de la prueba, de la soledad
se extiende a ella.
Bendigo al Señor que a
mí, su pobre y débil ministro, me ha dado la gracia de permanecerle fiel
durante una vida prácticamente marcada por las cadenas. Solo su gracia podía
hacer esto.
Soy Albanés y todos
Ustedes saben que mi país apenas ha salido de las tinieblas de una dictadura
comunista entre las más crueles e insensatas, que ha dirigido todo el odio
contra todo aquello que podía, en cualquier modo, hablar de Dios. Muchos de
mis hermanos en el sacerdocio murieron mártires: a mi al contrario me ha
tocado vivir. Me arrestaron en el 1947, después de un proceso falso e injusto:
apenas había terminado mi formación. He vivido 17 años como prisionero y otros
de trabajos forzados. Prácticamente he conocido la libertad a los 80 años,
cuando en el 1989 he podido celebrar la primera misa en medio a la gente.
Humanamente hablando fui depredado del derecho de vivir.
Pero hoy, recorriendo con
mi pensamiento mi propia existencia, me doy cuenta de que la misma ha sido un
milagro de la gracia de Dios y me sorprendo de haber podido soportar tanto
sufrimiento, con una fuerza que no era la mía, conservando una serenidad que
no podía tener otra fuente que el corazón de Dios.
Me han oprimido con toda
clase de torturas: cuando me arrestaron la primera vez me hicieron permanecer
9 meses en un baño: me tenia que acurrucar por tierra encima de los
excrementos endurecidos sin lograr jamás extenderme completamente, tan
estrecho era el sitio. La Noche de Navidad de aquel primer mes, siempre en
este lugar, me hicieron desvestir y me ataron con una cuerda a una viga, en
modo tal que podía tocar el piso sólo con la punta de los pies. Hacia frío.
Sentía el hielo que subía a lo largo de mi cuerpo: era como una muerte lenta.
Cuando el hielo estaba para llegar al pecho grité como desesperado. Mis
guardias corrieron, me golpearon y luego me tiraron al piso. Con mucha
frecuencia me torturaban con la corriente eléctrica: me metían dos alambres a
los oídos: era una cosa horrible, horrenda. Por un periodo usaban amarrarme
las manos y los pies con alambres, extendido por tierra en un local oscuro
lleno de grandes ratas que me pasaban por encima sin que yo pudiera hacer
nada. Llevo todavía en mis puños las cicatrices de los alambres que se me
enterraban en la carne. Vivía con la tortura de permanentes interrogatorios,
que eran siempre acompañados de violencia física: recordaba entonces la
violencia sufrida por Jesús cuando era interrogado delante del Sumo Sacerdote.
Una vez me colocaron
delante un papel y un estilógrafo y me dijeron: "Escribe una confesión de tus
crímenes y si eres sincero podríamos hasta mandarte a casan. Para evitar
golpes y bastonazos empecé a llenar alguna página con los nombres de los
muertos o de los fusilados con los cuales nunca tuve nada que ver. Al final
agregué: "Todo lo que he escrito no es verdadero, pero lo he escrito porque me
obligaron. El oficial empezó la lectura con una sonrisa de satisfacción,
seguro de haber logrado su objetivo, pero cuando leyó los últimos renglones,
me golpeó y blasfemando invitó los policías a llevarme fuera gritando:
"Sabemos como hacer hablar esta carroña".
Cuando me hicieron salir
de la prisión he tenido que trabajar como agricultor en una Hacienda del
Estado: me pusieron a trabajar en la recuperación de los pantanos.. Era un
trabajo fatigoso y con la poca alimentación que teníamos se nos reducía a
gusanos humanos: cuando uno de nosotros caía le dejaban morir en los pantanos.
Pero en aquel periodo lograba decir la misa, aunque de manera clandestina,
solo desde el ofertorio hasta la comunión. Lograba procurarme un poco de vino
y de hostias: pero no podía confiar en ninguno porque si me descubrían me
habrían fusilado. Permanecí así con este trabajo por un periodo de once años.
El 30 de abril de 1979 me
arrestaron por la segunda vez, me llevaron a Scurati y me requisaron. No tenia
más que el Rosario, un cortaplumas y el reloj. Después de la requisa abrieron
una puerta y me tiraron dentro, a una celda. Sabia que me estaba dirigiendo
hacia un nuevo calvario. Pero fué precisamente en aquella ocasión en la que
tuve una experiencia extraordinaria, que me recuerda en cualquier modo la
"transfiguración" de Jesús, en la cual El tomó la fuerza mientras se daba
inicio a su sufrimiento. El subió a la montaña, yo me sentía al inicio como
sepultado en lo profundo de la tierra. Pero al improviso la desconsolación
cedió el puesto a una extraordinaria experiencia del Señor. Era como si El
estuviera allí presente, de frente a mi, y yo le pudiera hablar. Fue
determinante para mi aquel momento porque iniciaron con las torturas y con un
nuevo proceso. El 6 de noviembre de 1979 me condenaron a muerte por fusilación.
La acusa: sabotaje, propaganda antigobernativa.... Pero, dos días después, la
pena de muerte fue conmutada en 25 años de prisión.
Así ha transcurrido mi
vida. Pero jamás he albergado en mi corazón, sentimientos de odio. Encontrando
un día, después de la amnistía, a uno de mis torturadores sentí el impulso
interior de saludarlo y lo besé. La formación de la Compañía me había
acostumbrado a la idea de que la fidelidad a Jesús es lo más importante en la
vida del Jesuita y que esa algunas veces debe pagarse a caro precio. También a
precio de la misma vida.
Pero hoy, contemplando la
gloria de María en el cielo, y pensando que también a nosotros se nos ofrece
esta gloria futura con Dios, no puedo hacer otra cosa que dirigirme a
vosotros, queridos hermanos sacerdotes, con las palabras de San Pablo: "Porque
estimo que los sufrimientos del mundo presente no son comparables con la
gloria que ha de manifestarse en nosotros" (Roma. 8,18). Contemplamos la
gloria de María en el cielo, permanecemos fieles, en pie, con fuerza y
dignidad cerca de la cruz de Jesús, sin importarnos el modo en que esa cruz se
presente en nuestra vida. Nosotros somos personas que nos entregamos al amor
de Cristo. Quién nos podrá separar de este amor?. Este es el verdadero mensaje
de mi experiencia de vida: en todos los momentos de sufrimiento y de
dificultad "nosotros salimos vencedores gracias a aquel que nos amó" (Rom.
8,37).
Virgen María, Reina de
los Ángeles y de los Santos, Reina de los mártires, conocidos y desconocidos,
ruega por nosotros, fortalécenos y permítenos llegar a Ti, en la plenitud de
la vida y de la gloria que Jesús nos ha prometido. Amén.
Marie, mes très chers frères
prêtres, devient «le miroir» de notre mission sacerdotale, modèle pour la
façon de vivre notre vie, y compris quand l'ombre de la croix, de l'épreuve,
de la solitude, s'étend sur elle.
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